Por Gissela Arias González
En un país tan acostumbrado a la violencia, hablar de educación en derechos humanos puede parecer una conversación insulsa que no sólo no resuelve las causas estructurales de los conflictos, sino que tampoco atiende sus consecuencias.
De emergencia en emergencia, el país y muchos de sus gobernantes terminan enfocando sus esfuerzos en la reacción a lo urgente -que naturalmente están llamados a atender-, olvidando la necesidad de otorgar espacio a lo importante, que requiere no solo más planeación, presupuesto y visión, sino paciencia y, sobre todo, mucha persistencia.
En efecto, invertir en educación es invertir en el largo plazo y apostarle a procesos de cambio que en algunos casos podrían ser generacionales. En la realidad, los gobiernos buscando resultados inmediatos, prefieren darle el pescado a las personas, y de paso asegurar algunos votos, en vez de enseñarles a pescar. Este menosprecio por la educación es, lastimosamente, un mal nacional.
El país aún no le ha dado a la educación en derechos humanos el lugar que le corresponde, obviando la capacidad transformadora que tiene y su potencial para prevenir conflictos y vulneraciones, pero principalmente, por ser el único camino para avanzar hacia la consolidación de una cultura basada en el respeto por la dignidad del otro y la construcción de paz.
Pero este retraso en el reconocimiento del valor de la educación para transformar realidades es global. Solo hasta 1996, casi 50 años después de la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos y del fin de la segunda guerra mundial, Naciones Unidas definió por primera vez la educación en derechos humanos como “aquéllas actividades de capacitación, difusión e información orientadas a crear una cultura universal en la esfera de los derechos humanos. Dichas actividades se llevan a cabo transmitiendo conocimientos y moldeando actitudes”.
Y apenas en 2019, la ONU reconoció que una educación en derechos humanos eficaz no solo proporciona los conocimientos y los mecanismos para protegerlos, sino que, además, “desarrolla las competencias y aptitudes necesarias para promover, defender y aplicar los derechos humanos en la vida cotidiana”. Es decir, ella debe suscitar comportamientos y prácticas que promueven los derechos humanos para todos.
Esta preocupación internacional por reestablecer la pedagogía como una herramienta para promover la convivencia pacífica, nos lleva a entender que la cultura de respeto por los derechos no se construye exclusivamente con respuestas basadas en la aplicación de la ley: se requieren acciones centradas en los individuos y en las comunidades que les doten de la capacidad crítica y les enseñen a ser agentes de sus propios derechos.
En el mediano y largo plazo, la educación en derechos es tan potente para prevenir sus vulneraciones como cualquier otra medida de protección. Por ejemplo, generar entornos protectores para los niños y niñas en los colegios o instituciones educativas a través de medidas de seguridad es importante y necesario, como también lo es, enseñarle a los niños habilidades para conocer sus derechos, identificar situaciones de riesgo y medidas o rutas adecuadas para gestionarlas.
A través de la educación es posible vincular como parte de la solución a tantas problemáticas de derechos humanos a las personas y a las comunidades; por eso, debería ser una prioridad de las nuevas administraciones municipales y departamentales incluir en los planes de desarrollo acciones concretas orientadas a trabajar, desde la pedagogía, en el compromiso de cada persona con la construcción de paz y en el respeto de los derechos de los demás.
Que hablemos como sociedad sobre derechos humanos, deberes ciudadanos y mecanismos de protección, es una inversión indispensable que requiere de tiempo, voluntad y persistencia, para que la inclusión y la diversidad, y el respeto por las diferencias, se convierta en una realidad.
Fuente original: Vanguardia
Fotografía recuperada de: Enlace